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Pactos de silencio familiares: abusadores y revictimización campante.

A finales de 2016, la familia se enteró de que la niña había sido abusada durante años por su propio abuelo. La madre la había dejado al cuidado de sus padres, una pareja de abuelos relativamente jóvenes, y de sus tías, mientras emprendía un viaje a otro país en busca de un mejor futuro. En aquel momento, llevarse a su hija consigo era casi imposible; partió con la promesa de hacerlo más adelante, cuando estuviera establecida. Pero establecerse no fue fácil ni rápido, y la espera, incluso hoy, sigue en el aire.


Ese año, la niña tenía 16. Siempre callada, ausente, distante. Su tía, la que más tiempo compartía con ella, fue la primera en enterarse de lo que el hombre venía haciendo. Ocurrió un día cualquiera, mientras la reprendía por sus actos de rebeldía adolescente. Entonces la escuchó decir, sin rodeos y entre lágrimas: “Mi abuelo ha abusado de mí durante años”. Según el relato de la víctima, los abusos ocurrían sobre todo cuando quedaban solos en casa o cuando él la llevaba y la recogía del colegio.


Lo que vino después fue un plan rápido de contingencia: “que nadie más lo sepa”. El agresor se escondió mientras “bajaban las aguas”, y las aguas, por supuesto, bajaron. Un pacto de silencio selló todo. La hermana del abusador, con suficiente poder y dinero como para delinquir abiertamente en esta región a través de una histórica empresa fachada, fue la artífice de todo. El pacto se cerró enviando a la niña con su padre a otra ciudad, bajo la promesa de garantizarle su educación y el cubrimiento de sus gastos de manutención.


Todos se callaron, todos siguieron con su vida normal, y el monstruo, cual macho alfa del Sinú, se reincorporó a la cotidianidad de su sucia rutina como si nada hubiese pasado. Su mujer, siempre complaciente, servil y anulada en un matrimonio de décadas de autoritarismo, violencia y desprecio, lo perdonó. Y de ahí en adelante, todos: nietos, primos, hijos, hermanos, sobrinos, lo hicieron en cadena. “De eso no se habla, eso no se repite, shhhh”.

Cuando los más pequeños de la familia preguntan si es verdad ese mito silencioso que pesa como sombra y susurro de miedo, la respuesta es evasiva, en coartada: “¡Ojalá supieras la verdad! ¡No creas todo lo que te dicen! ¡Algún día saldrá a la luz!” Pero no, no saldrá. No sucederá, porque han puesto candados y un blindaje demasiado duro de roer para la justicia, la misma que claramente no les ha tocado un pelo jamás.


Suelo pensar en la vida de esta niña, que hoy es una adulta: sus silencios, sus lágrimas, su decepción, la revictimización a la que fue sometida, ver a dónde la condujo una violencia y un silencio colectivo que claramente no imaginó cuando decidió hablar. Las vidas de los demás siguieron normalmente; la de ella fue herida, lacerada, borrada, reducida a un acuerdo hecho por terceros.


Y es que, en familias como esta, estos pactos de complicidad injustificables terminan legitimando todo tipo de violencia intrafamiliar, todo tipo de violencia contra la mujer.

En esa misma familia, otra mujer fue violentada física, económica y psicológicamente durante años por su pareja, y cuando quiso divorciarse y salirse de una saga que no le pertenecía, la condenaron a quedarse sin nada. Se unieron para hacer sólidas y robustas las armas de la vil violencia económica que tienen por costumbre ejecutar. Y eso incluyó a los hijos de la víctima. En adelante, vino otro tipo de pacto de silencio, uno donde no importa si los pequeños siguen vivos, si tienen educación, acceso a salud o a una vivienda digna. Los marcan a ella y a sus hijos de por vida, sometiéndolos al destierro y la condena.

En estos núcleos turbios, la vida sigue como un cuaderno contable en el que lo único que importa es que las cuentas les den más de lo que verdaderamente les corresponde, todo a costa de otros, en su mayoría, mujeres.


Sí, en esas familias impera el símbolo del peso: la usura en los negocios y en la casa, las cuentas falsas, los pequeños testaferros, los bolsillos llenos, los abogados delincuentes, y, sobre todo, los silencios que quedan encubiertos entre quienes llevan el mismo apellido.

No esperes perdón de estas familias, que son verdaderas fábricas, centros de cebamiento y acopio de monstruos que andan por ahí campantes. Seguramente los verás un domingo normal en su finca a orillas del río Sinú, con sus Toyota parqueadas en fila; seguramente, si pasas por sus casas en el norte de la ciudad, están custodiados por un esquema de seguridad privado; seguramente te salen como sugerencia de amistad en Facebook y, cuando ves los amigos en común, te preocupa que estén dejando más víctimas en su camino o amplificando su discurso despiadado contra la gente que han arrastrado y socavado.


Seguramente esas familias depredadoras no leerán esto y, si lo hacen, no me importa; ya no tengo miedo.

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