Pactos de silencio familiares: abusadores y revictimización campante.
- Ana Paola MartĆnez de la Ossa
- 9 oct
- 4 Min. de lectura
A finales de 2016, la familia se enteró de que la niƱa habĆa sido abusada durante aƱos por su propio abuelo. La madre la habĆa dejado al cuidado de sus padres, una pareja de abuelos relativamente jóvenes, y de sus tĆas, mientras emprendĆa un viaje a otro paĆs en busca de un mejor futuro. En aquel momento, llevarse a su hija consigo era casi imposible; partió con la promesa de hacerlo mĆ”s adelante, cuando estuviera establecida. Pero establecerse no fue fĆ”cil ni rĆ”pido, y la espera, incluso hoy, sigue en el aire.
Ese aƱo, la niƱa tenĆa 16. Siempre callada, ausente, distante. Su tĆa, la que mĆ”s tiempo compartĆa con ella, fue la primera en enterarse de lo que el hombre venĆa haciendo. Ocurrió un dĆa cualquiera, mientras la reprendĆa por sus actos de rebeldĆa adolescente. Entonces la escuchó decir, sin rodeos y entre lĆ”grimas: āMi abuelo ha abusado de mĆ durante aƱosā. SegĆŗn el relato de la vĆctima, los abusos ocurrĆan sobre todo cuando quedaban solos en casa o cuando Ć©l la llevaba y la recogĆa del colegio.
Lo que vino despuĆ©s fue un plan rĆ”pido de contingencia: āque nadie mĆ”s lo sepaā. El agresor se escondió mientras ābajaban las aguasā, y las aguas, por supuesto, bajaron. Un pacto de silencio selló todo. La hermana del abusador, con suficiente poder y dinero como para delinquir abiertamente en esta región a travĆ©s de una histórica empresa fachada, fue la artĆfice de todo. El pacto se cerró enviando a la niƱa con su padre a otra ciudad, bajo la promesa de garantizarle su educación y el cubrimiento de sus gastos de manutención.
Todos se callaron, todos siguieron con su vida normal, y el monstruo, cual macho alfa del SinĆŗ, se reincorporó a la cotidianidad de su sucia rutina como si nada hubiese pasado. Su mujer, siempre complaciente, servil y anulada en un matrimonio de dĆ©cadas de autoritarismo, violencia y desprecio, lo perdonó. Y de ahĆ en adelante, todos: nietos, primos, hijos, hermanos, sobrinos, lo hicieron en cadena. āDe eso no se habla, eso no se repite, shhhhā.
Cuando los mĆ”s pequeƱos de la familia preguntan si es verdad ese mito silencioso que pesa como sombra y susurro de miedo, la respuesta es evasiva, en coartada: āĀ”OjalĆ” supieras la verdad! Ā”No creas todo lo que te dicen! Ā”AlgĆŗn dĆa saldrĆ” a la luz!ā Pero no, no saldrĆ”. No sucederĆ”, porque han puesto candados y un blindaje demasiado duro de roer para la justicia, la misma que claramente no les ha tocado un pelo jamĆ”s.
Suelo pensar en la vida de esta niña, que hoy es una adulta: sus silencios, sus lÔgrimas, su decepción, la revictimización a la que fue sometida, ver a dónde la condujo una violencia y un silencio colectivo que claramente no imaginó cuando decidió hablar. Las vidas de los demÔs siguieron normalmente; la de ella fue herida, lacerada, borrada, reducida a un acuerdo hecho por terceros.
Y es que, en familias como esta, estos pactos de complicidad injustificables terminan legitimando todo tipo de violencia intrafamiliar, todo tipo de violencia contra la mujer.
En esa misma familia, otra mujer fue violentada fĆsica, económica y psicológicamente durante aƱos por su pareja, y cuando quiso divorciarse y salirse de una saga que no le pertenecĆa, la condenaron a quedarse sin nada. Se unieron para hacer sólidas y robustas las armas de la vil violencia económica que tienen por costumbre ejecutar. Y eso incluyó a los hijos de la vĆctima. En adelante, vino otro tipo de pacto de silencio, uno donde no importa si los pequeƱos siguen vivos, si tienen educación, acceso a salud o a una vivienda digna. Los marcan a ella y a sus hijos de por vida, sometiĆ©ndolos al destierro y la condena.
En estos nĆŗcleos turbios, la vida sigue como un cuaderno contable en el que lo Ćŗnico que importa es que las cuentas les den mĆ”s de lo que verdaderamente les corresponde, todo a costa de otros, en su mayorĆa, mujeres.
SĆ, en esas familias impera el sĆmbolo del peso: la usura en los negocios y en la casa, las cuentas falsas, los pequeƱos testaferros, los bolsillos llenos, los abogados delincuentes, y, sobre todo, los silencios que quedan encubiertos entre quienes llevan el mismo apellido.
No esperes perdón de estas familias, que son verdaderas fĆ”bricas, centros de cebamiento y acopio de monstruos que andan por ahĆ campantes. Seguramente los verĆ”s un domingo normal en su finca a orillas del rĆo SinĆŗ, con sus Toyota parqueadas en fila; seguramente, si pasas por sus casas en el norte de la ciudad, estĆ”n custodiados por un esquema de seguridad privado; seguramente te salen como sugerencia de amistad en Facebook y, cuando ves los amigos en comĆŗn, te preocupa que estĆ©n dejando mĆ”s vĆctimas en su camino o amplificando su discurso despiadado contra la gente que han arrastrado y socavado.
Seguramente esas familias depredadoras no leerƔn esto y, si lo hacen, no me importa; ya no tengo miedo.



