Yo vivía con un animal salvaje en casa y con él me jugaba una guerra en la que nunca quise estar. Él tenía dientes afilados, lengua larga, cerebro pequeño, olfato agudo, visión distorsionada, patas cortas y fuertes. Yo viví esa guerra siendo muy joven, con un niño a cada lado, sin un arma para la defensa y la vida puesta en pausa.
Entendí dónde y con quién estaba solo cuando abrí los ojos en medio del campo minado. Lo hice para revisarme las heridas, porque en ese momento no quedaba parte de mi cuerpo y de mi alma por perforar, por lastimar. Había perdido mucha sangre, mucho cabello, mucha familia, muchos amigos, mucho tiempo.
Me arrastré hacia la puerta, y con cuatro brazos más, pequeños, magullados, quemados y marcados, como los míos, abrimos los candados. Entonces fuimos tres los que sin ruido, con el sigilo de quien escapa en la madrugada, logramos destronar las entradas y las salidas del infierno. El animal dormía profundo mientras eso sucedía, sus ronquidos eran grandes bocanadas de aire turbio y oscuro. Respiraba control y miedo.
Mientras pasábamos por un valle de lamentos tuvimos que correr aunque no tuviéramos fuerza. No podíamos mirar hacia atrás porque allí seguía él. De repente sentimos que daba pasos grandes a la distancia. Él iba por nosotros, nos oscurecía el camino con su sombra y nos lanzaba grandes piedras desde lejos, sin piedad, para hacernos caer. Teníamos miedo, pero corrimos y corrimos, con sed, con dolor, con agitación. No tuvimos tiempo de llorar, de empacar, de volver a mirarnos o lamernos las heridas, solo tuvimos tiempo para correr y correr.
Había una orilla de espectadores observándonos. Pude distinguirlos unos años después cuando habíamos avanzado suficiente en la maratón, cuando habíamos aprendido de nuevo a hablar, pensar, hacer y mirar. Algunos de los que estaban en la valla tendieron sus manos; otros nos dieron la espalda; nosotros tres decidimos y elegimos seguir, vivir sin miedo, lejos de allí. Ahora la bocanada de aire y los tentáculos de aquel horrible animal no nos podían alcanzar. Se había creado un mundo nuevo para los tres.
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